jueves, 13 de septiembre de 2007

Apóstol



Galatas. 1:1 “Pablo, apóstol (no de hombres ni por hombre, sino por Jesucristo y por Dios el Padre que lo resucitó de los muertos)”

En una época como la nuestra en que prácticamente todo el orbe cristiano tiene conocimientos del griego, y en que todos poseen y usan las Anotaciones de esta luminaria teológica llamada Erasmo, no es necesario explicar el significado del vocablo griego “apóstol”, excepto a los lectores no de Erasmo, sino míos. Apóstol, pues significa lo mismo que “enviado”; y como nos informa San Jerónimo, es un término o concepto de los hebreos que en el idioma de ellos suena SILAS, esto es, un hombre al que se aplica el nombre “ENVIADO”, del verbo “enviar”. Así se lee también en Juan cap. 9 (v.7): “Ve y levántate en el estanque de Siloé (que traducido es, Enviado)”; e Isaías, conocedor de este significado oculto, dice en el cap. 7: “Este pueblo desechó las aguas de Siloé, que corren mansamente”. Pero ya en Génesis 49 (v.10) leemos: “Hasta que venga Siloh”, lo que Jerónimo tradujo con: “El que debe ser enviado”. Es al parecer a base de este texto que Pablo llama a Cristo “apóstol”, es decir, un Silas, en su carta a los Hebreos (He. 3:1). También Lucas en el Libro de los Hechos menciona a un Silas.

Mas importancia que esto tiene el hecho de que “apóstol” es un título modesto, pero –cosa que es de admirar – a la vez también elevado y venerable, un nombre que expresa notable humildad aparejada con grandeza. La humildad radica en que el apóstol es un enviado, con lo que se pone de manifiesto que esta en relación de dependencia, servidumbre y obediencia, y se excluye además que alguien se deje seducir por este nombre como por un título honorífico, para depositar en él su confianza y gloriarse en él. Antes bien, el apóstol, por el mismo nombre de su oficio como “enviado”, debe sentirse dirigido inmediatamente hacia el que lo envía y de quien procede la majestad y prominencia del enviado y siervo que hacen que éste sea recibido con reverencia. ¡Cuan distinta es la situación en nuestros días en que los nombres de “apostolado”, “episcopado” y otros llegaron a significar paulatinamente no un servicio sino una dignidad y autoridad! A tales personas Cristo les da en Juan 10 (v.8) el nombre opuesto: en vez de “enviados” los llama “hombres que vinieron”, en otras palabras, más claras aún, “ladrones y salteadores”, por cuanto en lugar de traer la palabra del que los envía con el encargo de apacentar con ella a las ovejas, no buscan sino su propio beneficio en aras del cual sacrifican a las ovejas. “Todos los que vinieron” dice Cristo, esto es, todos los que no fueron enviados, “son ladrones y salteadores”. Lo mismo expresa el apóstol en Romanos 10 (v.15): “¿Cómo predicarán si no fueron enviados?” ¡Oh, que también en el siglo nuestro los pastores y dirigentes del pueblo cristiano tomaran bien a pechos estas enseñanzas! En efecto: ¿Quién puede predicar a menos que sea un apóstol (un enviado)? ¿Quién empero es un apóstol sino el que trae la palabra de Dios? Y ¿quién puede traer la palabra de Dios sino aquel que ha prestado oídos a Dios? Pero al que se viene con enseñanzas de su propia cosecha, o extraídas de leyes y decretos humanos, o basadas en la sabiduría de los filósofos ¿puede llamarse a éste un apóstol? De ninguna manera, sino que es un hombre que viene por cuenta propia, un ladrón, un salteador, un destructor y asesino de las almas. En Siloé se lava el ciego y recobra la vista (Jn. 9:7); las aguas de Siloé son saludables no las aguas impetuosas y orgullosas del rey de Asiria (Is. 8:7). “Él (es decir, Dios) envió su palabra, y así los sanó” (Sal. 107:20). En cambio, viene el Hombre con su propia palabra y hace que el flujo de sangre se agrave. Esto significa, para decirlo con toda claridad: cada vez que se predica la palabra de Dios, ésta produce conciencias alegres, abiertas, tranquilas frente a Dios , porque es la palabra buena y dulce de la gracia y de la remisión; en cambio, cada vez que se predica la palabra de un hombre, ésta produce una conciencia triste, cerrada y temerosa frente a sí mismo, porque es la palabra de la ley, de la ira y del pecado, que muestra al hombre todo lo que dejó sin hacer y toda la enormidad de la deuda que contrajo.

Por esto, desde sus comienzos la Iglesia jamás se halló en una situación tan desafortunada como ahora, y esta situación empeora cada día. Pues se la tortura con un cúmulo de decretos, leyes, estatutos y un sin fin de tormentos, y se le arruina de una manera mucho más atroz de lo que lo hicieron los verdugos en tiempos de los mártires. Pero esta destrucción de las lamas afecta a los pontífices tan poco, y tan poco se afligen por el quebrantamiento de José (Am. 6:6), que incluso agregan al dolor de las heridas nuevos dolores, como si con ello rindieran un servicio a Dios.



Extraído del Comentario sobre la Epístola a los Gálatas por Martín Lutero, Cap. 1


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